Centro Independiente de Informacion Nacional

jueves, 20 de agosto de 2009

EBULA, CAMPECHE: UN RETRATO A CUATRO VOCES.

San Antonio Ebulá es un pueblo de aproximadamente 70 familias, fundado desde 1968. Por más de 40 años han vivido ahí sin que hasta ahora hayan podido regularizar sus tierras debido a obstáculos puestos por las autoridades estatales y federales. Desde hace dos años, el empresario Eduardo Escalante, suegro del fallecido Juan Camilo Mouriño, ha tratado de desalojarlos arrogándose la propiedad. En dos ocasiones había habido intentos de desalojo con violencia, destruyendo la escuela del lugar y varias casas. Escalante, dueño de cientos de hectáreas y propiedades en Campeche, les ofreció reubicarlos. Los habitantes de Ebulá que decidieron aceptar la oferta se encontraron con lodazales que se inundaban en cada lluvia. Regresaron a su pueblo y desde entonces resisten las amenazas del empresario.

El 13 de agosto a las seis de la mañana el pueblo fue arrasado. Más de cien sicarios contratados por Eduardo Escalante llegaron al lugar seguidos de dos trascabos y varias camionetas propiedad del empresario. Las viviendas de la población fueron destruidas y quemadas, mientras la gente, hombres, mujeres y niños, tuvo que huir al monte. Nada fue respetado, ni las propiedades, ni los animales de traspatio, ni siquiera los árboles.

“Aquella caoba derribada allá tenía más de treinta años… –me dijo uno de los pobladores– se ve que no quieren ningún testimonio de que estamos aquí desde hace muchos años…”. Varias decenas de policías llegaron y presenciaron los hechos. No se detuvo a ninguno de los vándalos. Lo que fue san Antonio Ebulá es hoy un paraje de destrucción. Entre los escombros de lo que fue su casa, aferrado al más reciente de sus pasados, un anciano sordo y casi ciego, decide permanecer cuando todos han huido. Ninguno de los sicarios se atreve a golpearlo.

Los sicarios o el subempleo de la violencia

La misión de observación de derechos humanos llega a san Antonio Ebulá. Al panorama, ya de por sí desolador, se le ha añadido una barrera: el camino ha sido levantado y no hay vehículo que pueda ingresar al terreno. Sobre los escombros, amenazantes, están los sicarios. No permiten que la prensa se aproxime y cuando intentan hacerlo la alejan a pedradas. De la misma manera son recibidos los observadores de derechos humanos. Cuando los sicarios se enteran que no son de la prensa, les permiten acercarse. “No nos pregunten nada. Nosotros sólo cumplimos las órdenes del patrón de no dejar entrar a nadie”. Dos cigarros después, los observadores escuchan atónitos la más extraña de las propuestas: “Si nos pagan más que Escalante nos pasamos con ustedes. Basta que nos digan a quién tenemos que madrear”.

La negociación: el rey está desnudo

Después de varias horas sin ser atendidos, a las puertas del palacio de gobierno los habitantes de Ebulá cierran la calle. Ante la presión, el secretario de gobierno admite recibir a una comisión de cinco personas. Después de hacerlos esperar otra media hora en el interior del palacio, el secretario se presenta ante ellos. Contrasta el acicalamiento del funcionario –ningún cabello fuera de lugar– con la pinta de aquellos hombres que llevan más de 24 horas a la intemperie, después de vagar por el monte una vez que sus casas fueron destruidas. Los desplazados le exigen al secretario de gobierno que cumpla con su trabajo y garantice el retorno de las familias. Para ello piden que la fuerza pública haga que los sicarios abandonen el lugar. El secretario no sabe más que balbucear evasivas en las tres rondas de conversación. Sabe bien que su trabajo es defender las propiedades de Escalante, no responder a las exigencias de las familias de Ebulá.

“¿No considera usted que el empresario cometió un delito al actuar violentamente y sin orden de autoridad judicial? ¿No es trabajo del poder ejecutivo detener a los delincuentes?” El secretario de gobierno comienza a impacientarse. Ofrece un ejercicio de mediación; quiere que los habitantes de Ebulá conozcan las razones del empresario Escalante. “Alguien viene, con violencia me saca de mi casa, la destruye, roba mis animales, destruye mis sembrados… y usted quiere que yo dialogue con él?”

La conversación se torna ríspida. La abogada del empresario Escalante se hace presente en la última ronda de conversación. Su discurso humillante y mentiroso solamente echa más leña al fuego. Su desprecio por los representantes del pueblo de Ebulá da náuseas. La posición del pueblo se mantiene: aceptan, sí, sentarse en una mesa de negociación, pero con la condición previa del retorno a su territorio. “Usted cumple con su deber y saca a esos delincuentes. Nosotros regresamos a nuestras casas protegidos por la fuerza pública. Entonces participamos en el diálogo que usted propone”. Cuando se le responsabiliza de la sangre que se pueda derramar en un enfrentamiento del pueblo con los sicarios, el secretario de gobierno pierde los estribos y subiendo la voz termina amenazando a la observadora de derechos humanos llamándola “instigadora de la violencia”. En las afueras del palacio ondea una manta colocada por los desplazados de Ebulá que reza: “Hurtado Valdez ¿quién gobierna en Campeche, tú o Escalante?”. Después de presenciar la timorata mediocridad del secretario de gobierno en las rondas de conversación, uno ya conoce la respuesta a la interrogante.

El vigía insomne ante rostro de la resistencia

Hay hombres y mujeres, ancianos y niños. Los rostros curtidos y las manos callosas. Tendidos a la entrada del palacio de gobierno conversan de las cosas que han perdido. “Yo vi que se lleven en un camión todos tus borregos mientras los vándalos se cocinaban mis gallinitas… hasta los árboles grandes los cortaron con sierra eléctrica y se llevaron la madera… no respetaron nada, ni la iglesia…”.

Los niños corretean ajenos a la tragedia. Los jóvenes reclaman con orgullo su pertenencia a la Otra Campaña. Cuando cierran la calle se escucha la consigna: “Zapata vive, la lucha sigue”. Son personas que han experimentado por muchos años desprecios y humillaciones. Pero nada parece robarles la esperanza. “Aunque sea que duerma yo en la copa de un árbol, pero de que regreso a mi pueblo eso está fuera de duda… a cuenta de qué solamente los ricos han de tener justicia…”. Ante esta entereza uno siente vergüenza de la pequeñez humana de los funcionarios del gobierno campechano. Frente a esta digna resistencia el vigía reconoce, una vez más, que sólo mirando hacia aquí, abajo y a la izquierda, este país podrá reconstruirse desde sus raíces.

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