Graciela Míguez
Abruman las pruebas acerca de la responsabilidad de la patronal de Tepco por la crisis nuclear en la planta de Fukushima. "Al planear su protección contra un tsunami, los directivos de la hoy averiada planta nuclear de Japón descartaron evidencia científica de que una ola gigantesca pudiera dañar sus instalaciones", relata AP (La Nación, 28/3). Los directivos de Tepco descartaron importantes lecturas hechas por una red de unidades de GPS que mostraban que las dos placas tectónicas que crean la falla estaban fuertemente acopladas a lo largo de cientos de kilómetros.
El director ejecutivo de Tepco ha decidido internarse en un hospital, sea para escapar de la indagatoria pública, sea para disimular la presentación de su renuncia. Los gobiernos de la última década han encubierto en forma sistemática la desaprensión de la patronal frente a las pruebas de resistencia y sustentación de la planta. El núcleo del reactor está más cerca de estallar que nunca, se extiende la distancia de dispersión de la radiactividad, se contaminan los alimentos, se ha detectado el desparramo de plutonio. La amenaza a la humanidad se encuentra en su punto más alto, por la responsabilidad de la clase dominante de esta sociedad y de su Estado. El gobierno de Japón, que responde al ala 'progre' de la burguesía, relativamente anti-yanqui y más relativamente pro-china, estaría a punto de nacionalizar Tepco, pero solamente porque la cotización de las acciones del pulpo ha caído un 90 por ciento.
En contraposición a la burguesía tenemos a los obreros técnicos de Fukushima, de cuya actividad depende por completo el rescate de la situación. La patronal es incapaz de nada, los obreros son los únicos que podrían encontrar una salida. Pocas veces ha sido mayor el contraste entre el parasitismo de la clase que usufructúa la riqueza y la creatividad de la clase que la produce. Vaya lección para aquéllos para los que la división de la sociedad en clases y el antagonismo irreconciliable entre ellas es una antigüedad, precisamente cuando se hacen más notorios. De una sólo cabe esperar una tragedia humanitaria, de la otra toda la posibilidad de una salida.
Hay 400 obreros tratando de controlar los derrames y recomponer la refrigeración del núcleo del reactor. Están arriesgando sus vidas; se los llama los "héroes de Fukushima", aunque este elogio merecido apunta a confinar su rol a un altruismo personal. Arrancan la jornada a las 6 de la mañana y sobreviven con 30 galletas y 180 mililitros de jugo de fruta. Pero son ellos los que están empeñados en estabilizar los reactores, extender los cables para restablecer la electricidad, despejar escombros, poner en funcionamiento los sistemas de refrigeración y controlar la filtración que se multiplica. "Están destrozados cuando terminan de trabajar", dice la información, pero luego duermen en el suelo de las salas o en los pasillos. Los obreros sólo pueden comer alimentos empaquetados, para evitar que estén contaminados, pero "no están suficientemente nutridos". Decenas de ellos han sufrido heridas y muchos han sido hospitalizados. Su consigna al final del día es: "¡Gambaro!". En castellano: "¡Sigamos adelante!".
Esta es la única clase social capaz de poner fin a la barbarie capitalista y lanzarse a construir un mundo nuevo.
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